Belleza que miente






La belleza se podría resolver con cuatro palabras: nos parece una mentira. Sí, es cierto que la buscamos con insistencia, que vivimos en un mundo que pareciera moverse todos los días en dirección de conseguirla. En el fondo, no hay belleza o perfección que no nos parezca una ilusión. Y aquí hago una salvedad, no hablo de la belleza de los cuerpos, hablo de la belleza como elemento presente en la vida. Esa que es sinónimo de perfección y a la vez, entra en el terreno tan controvertido de la definición particular. Pero, ¿qué ocurre en nosotros cuando la tenemos entre las manos o la apreciamos? Le abrimos las puertas a la duda natural que nos acompaña, sospechamos de ella.

Nos atemoriza que detrás de esa belleza se esconda alguna trampa, un dolor que se retrasa. Aunque sea verdadera, solo asociamos lo real con lo que trae una cuota de dolor. Incluso, si se habla de sexo. Nada puede ser tan perfecto, llegamos a pensar, porque hemos crecido en un mundo que se desmorona y se reconstruye a ratos, inmenso en la entropía propia del universo: caos/orden, orden/caos. ¿Puede existir así una belleza real y verdadera? No una belleza que sea bella por uno de sus costados y del otro lado oculte algo, sino que sea belleza desde todos sus ángulos. A este punto admito que me he equivocado y he formulado la última pregunta de forma errónea, lo evidentemente importante es: ¿podemos creer en un tipo de belleza sin sospechar de ella?

Dándole otra lectura al momento en que Adán y Eva están en El Paraíso, sería válido cuestionar si a ellos también los asaltó el fantasma de la suspicacia, de preguntarse si el Edén en realidad era un escenario falso y por eso, por si las dudas, prefirieron optar por comer del fruto prohibido. Desnudar su realidad siendo más inteligentes y capaces de discernir. Afanarse por encontrar dónde estaban los hilos del “teatro montado”. Según el relato bíblico, se equivocaron. Aquello era verdadero, pero ellos no lo creyeron porque dentro de cada uno bulle ese interés de desconfiar de los que nos hace bien o felices, de ver debajo de la alfombra qué se oculta. Pero, ¿por qué?

Salta una paradoja, está el temor a entregarnos y sufrir, pero a la vez, creemos que solo el “sacrificio” y el “dolor” son los puentes a la “realidad”, a lo que es verdadero. Entonces, la belleza queda supeditada a nuestro ping-pong mental, está encerrada a cómo la concebimos en las cuatro paredes de nuestra cabeza e historia.

Y allí está el meollo, porque negamos la posibilidad de que exista otra belleza que no sea la que nos imaginamos. Por eso, si aparece una diferente, por muy perfecta que parezca, sospechamos. Por temor, la destruimos.

Coqueteamos con la idea de encontrar esa belleza que nos llama y al mismo tiempo, experimentamos un rechazo natural por tenerla. En ese ínterin, nos invade la infelicidad, la tristeza, porque el mundo/la belleza/la perfección debe ser a nuestra imagen y semejanza. Sin embargo, la belleza se escapa de nuestra subjetividad, está allí queramos o no reconocerla. Está un paso más allá del guion en nuestra cabeza, pero, ¿cómo vaciarnos de tanto que hay en nuestra mente para apreciarla? Menuda y urgente tarea en este mundo que impone belleza de plástico, vacía y etérea.

Tal vez, todo esté en dar un paso en dirección a comprender que lo luminoso de la vida no conoce de nuestras recetas preconcebidas, que se da, que está allí, lo esperemos o no.

©Jhoandry Suárez
Foto: Anthony Hernández, Rodeo Drive #3, 1984.

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