Los alemanes nos dicen qué pasa


Tomada de una crónica más extensa inédita que escribí narrando desde mi perspectiva cómo fueron los seis días del primer mega apagón nacional que vivió Venezuela desde el 7 de marzo de 2019.







Domingo, 10 de marzo.

Repetí la rutina que ya había adquirido para buscar información. Encendí la radio, activé la señal de internet del celular de mi hermano (la cual no anduvo bien), escuché qué novedades traían quienes llegaban a casa, pero nada. En el horizonte no se divisaba nada.

Las autoridades se limitaban a dar declaraciones escuetas, acusando a Estados Unidos, hablando de trabajos de reparación, pero no terminaban de decir cuándo culminaría la interrupción eléctrica. Tampoco ofrecían datos claros sobre el funcionamiento de los hospitales.

Tras 62 horas sin electricidad, quedamos en casa sin una gota de agua. Pudimos conseguir unos cuantos litros gracias a un vecino solidario y una tía que vivía cerca. Lo suficiente para racionarlo por ese día y a la mañana siguiente tener que buscar más.

Tal como habíamos hecho los días previos, armamos una mesa alrededor de una batería seca de automóvil y conectamos seis teléfonos, incluyendo los de algunos vecinos. Luego me enteré de lugares donde cobraban hasta dos dólares para cargar un celular.

A través de la misma batería logramos encender el televisor de mi padre conectado a un decodificador DirecTV. Él sintonizó el canal alemán DW. Justo en ese momento una rubia de español con acento germano, duro y seco, narraba las noticias sobre el país. Esperábamos saber todo lo que necesitábamos antes de que la batería se agotara. Ya no resistíamos el mutis de la radio.

En horas del mediodía, el servicio eléctrico se restablecía de nuevo en Distrito Capital, pero con fluctuaciones, dijo la mujer. Esa fue la “luz” de esperanza que veíamos ese día.  También supimos que en esa ciudad hubo disturbios la noche anterior; es decir, los ánimos en las calles se caldeaban.

Otra de las informaciones fue que Asamblea Nacional sesionaría al día siguiente para declarar emergencia nacional; mi padre protestó, en todo ese tiempo no habían declarado dicha emergencia. En cuanto a la situación de salud, una ONG contabilizaba 15 muertos por falta de diálisis.

De improvisto, la pantalla se oscureció. No había más qué hacer: la batería murió. Por lo menos, ya no estábamos tan perdidos de lo que ocurría más allá del radio bemba vecinal. Volvíamos a la realidad desconcertante en la que nos encontrábamos.

Durante esos tres días habíamos aprendido a movernos en la casa con las linternas de los teléfonos y a improvisar fogatas en las noches. Decidimos prescindir de velas por su costo y escasez. La comida la preparábamos lo más temprano posible y en la cantidad exacta para no tener que guardar nada y que se dañara por falta de refrigeración.

Con la poca batería y señal que había en el celular de mi hermano, conversé brevemente con amigos, quienes me comentaron que su supervivencia se debía a la alianza con vecinos para preparar comida, refrigerar medicamentos y conseguir agua.

Pasadas las 72 horas, logré saber cómo estaban mis tíos en Maracaibo gracias, irónicamente, a mis primos fuera del país, en Panamá, Argentina y Colombia. Estaban bien, les dijeron. Sin embargo, se resguardaban ante los brotes de saqueos que surgían.

Eso fue lo que trajo aquella noche, el inicio de una ola de saqueos y disturbios que amenazaban toda la ciudad. Un escenario que incluía hasta el robo de la comida a personas que lograban comprar algo en supermercados. Solo temía que la situación se extendiera a donde vivía, sin embargo, en La Concepción, la negrura solo era penetrada por el ruido en ascenso de otro cacerolazo. No había pista de que algo más cambiara ese guion.

Moviéndome dentro de casa para recibir mejor señal, logré enterarme, a través de mensajes, de asaltos a negocios en la capital zuliana, eran pocos, pero suficientes para confirmar el mal augurio.

Así como el ambiente se tornaba tenso en Maracaibo, en mi familia también. Comenzaban a plantearse medidas estrictas para racionar el agua, particularmente cuando se lavaran los platos, y darle mejor uso a los celulares que conseguían cobertura para ahorrar batería.

Por aquella noche me sentí abrumado. Era otro día que se consumía sin que llegara el servicio eléctrico. El tiempo estaba detenido, no sabías qué preguntar ni a quién creerle. Así se debía sentir un apocalipsis zombie, de esos que muestran las películas, pensé.

Fui directamente a retomar mi lectura de Kapuscinsky*, quien estaba sumido en otra realidad igual de complicada, la revolución congoleña. Sin embargo, no dejaba de percibir que la oscuridad asomaba terrores, como el Congo también lo hacía en cada línea que leía.

Lanzado en mi cama, sin respuestas, sofocado, abandoné la lectura. Solo me quedaba seguir en esa espera sin puerta trasera.

Foto: China Daily.

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*En ese momento leía Los viajes con Heródoto del reportero polaco Ryszard Kapuscinski.


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