Asesinato en Lorent Island

  Capitulo IV


   Subió las escaleras apresurado. Detrás de él no venía nadie. Estaba solo, sin compañía alguna, Laura tenía que disfrutar de su evento, a Hugo hacía rato que no lo veía y Robert estaba compartiendo con la mayoría de los invitados.
Henry entró en su cuarto con un fuerte dolor en el pecho, abajo todos escucharon que se sentía un poco mal y subiría a descansar. La realidad empeoraba, el simple malestar se convertía en un agudo dolor en el corazón.
Buscó con desesperación sus pastillas. Su tribulación no le permitía pensar bien, abría las gavetas equivocadas, perdía la noción de la orientación. Sentía como si el corazón le fuese a estallar y le quitase la vida.
Consiguió el frasco de pastillas y en cuanto lo abrió se desparramó el contenido. Cientos de puntos blancos diseminados en la alfombra jugaban al escondite con un hombre cuya existencia se iba apagando.
Hizo el esfuerzo de arrodillarse, pero el dolor en ascenso se lo impidió. En definitiva, no encontraba la forma de tomar aunque sea uno de aquellos puntos blancos para calmar su suplicio. 
Su garganta no se prestaba a ayudarle a gritar. Enmudecido por el miedo, dando pasos errados y viendo el escenario borroso a ratos, qué amarga forma de irse.
Intentó respirar despacio para soltar un grito, pero no pudo. Vio el sillón donde le gustaba sentarse por las noches a leer, caminó con esfuerzo hasta él, allí se echó. Las pastillas ya no harían nada, era inexorable el momento que estaba viviendo, era inexorable su tumba, era inexorable su muerte.
Intranquilo aferró su mano a su pecho como queriendo detener los latidos desmedidos  de su corazón, pero obviamente, no lograba nada.
Su voz de desespero salió al tiempo que se difuminaba sin eco. La habitación se hacía oscura y opresiva, y sus manos débiles.
Escuchó pasos, pasos nuevos, que no eran de él, venían de adentro de la habitación. Sintió esperanza, alguien lo rescataría, alguien lo salvaría.
Observó de lado a lado el lugar, pero sólo observó los mismos elementos que conformaban su dormitorio desde antaño. La muerte le hacía desvariar, ahí no había más espectadores que sus pinturas y libros.
La muerte caprichosa le quitaba la oportunidad de comenzar a reparar daños y sanar heridas, hacia alarde de su poder para decirle que había tenido mucho tiempo para hacer eso.
Las pisadas se volvían estruendos molestos que poco a poco se hacían más fuertes, indicándole que alguien se acercaba. Gimió buscando auxilio, pero no hubo respuesta.
Mientras tanto, abajo todos comían, bebían y charlaban ajenos a lo que le pasaba a Henry Miller. Sólo uno sabía lo que estaba sucediendo, porque él mismo lo había provocado, el resto figuraba para despistar miradas...





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