Corre


No importa a donde vayas, solo corre. Corre. Corre. Ahora mismo. No esperes la señal de salida. Pon los pies en movimiento. Acelera. Rush. Rush. Corre por miedo. Corre por angustia. Corre para llegar a la meta. ¡A esta meta no! A la siguiente. A la siguiente. ¿Acaso no ves que aún te falta? Sigue. Aquí nadie se cansa. Mira a los demás, ellos no se detienen. Ellos no jadean como tú. ¡Aprende! Ellos mantienen el ritmo. ¿Dijiste que necesitabas parar? Eso era justo lo que pensaba. No eres capaz. Eres de los defectuosos. ¿Que no sabes por qué corremos? Esa son preguntas tontas. Preguntas pesadas. Preguntas para principiantes. ¿Acaso ves que ellos se las hacen?  ¿No? Ellos sí siguen corriendo sin parar a diferencia tuya. ¿Que quieres saber cuánto te falta? Te falta poco. ¿Que eso mismo te dije hace unos metros? Pues esta vez créeme. ¿Que ya no me crees? Otra vez dudando. ¡Mira! El reloj vuela. No hay tiempo. Tienes que correr. Ponte en forma otra vez. Ve por el carril. ¿Que si fueras por otro carril correrías más rápido? Imposible. Todos, absolutamente todos van por el mismo carril. ¿Que quieres hacer las cosas de otro modo? Te ha ganado la locura. Los que intentan irse por otro carril tienen el fracaso asegurado. ¿Que a algunos les va bien? Esos son cuentos de fantasías. Engaños para bobos. Hazme caso, este es el camino más seguro. Aquí no habrá equívocos. Aquí encontrarás lo que quieres. ¿Que ya no sabes qué quieres? Pero sí todos queremos lo mismo. ¿Que tú no? ¿Pero qué locuras dices? ¿Cómo que no quieres esto? Todo el mundo lo quiere. Por eso estás aquí, porque tú eres parte del mundo. Corre. Vamos corre. Ahora, más rápido. ¿Te caíste? ¿Ahora quieres que te ayude a levantar? Lo siento. Tampoco puedo parar. Voy con los demás. ¿Dónde estás? Ya no te veo. Vamos, corre. Corre como yo. ¡Qué débil fuiste! Toda una vergüenza. Ahora quedarás atrás para siempre. Nunca llegarás a donde todos vamos. Por eso corremos. ¡Por eso mira cómo corro más fuerte y rápido! ¡Vamos! ¡Vamos! Ya puedo ver la meta. ¿Cómo que esta tampoco es? ¿Me toca seguir corriendo? Algún día tendré que llegar. ¿Pero y sí?... ¿Y sí? Ahora tengo miedo. Ahora corro por miedo. El miedo no me deja parar. No puedo parar como tú lo hiciste porque me quedaría atrás. Pero, necesito pensar. Necesito respirar. Un momento. Wait. ¿Y si tienes razón? ¿Y si no hay meta? ¿Y si todos vamos a ninguna parte?

©Jhoandry Suárez
Foto: Afiq Fatah.

Los finales que coleccionamos

 


¿Cómo habría sido la vida si a nadie se le hubiese ocurrido ponerle punto final a cada año? ¿Resolver que al calendario se le acabaran los días un 31 de diciembre o cuando fuera? Pese a toda explicación referente al Sol y su danza en torno a la Tierra, ¿se hubiese podido conciliar una vida actual así, sin un año que acaba?

Me resulta difícil convencerme de tal idea. Sobre todo porque si algo necesitamos son los finales. En todas sus presentaciones, requerimos de ellos. Que acabe la semana, el mes, el año, el capítulo, el libro, las temporadas, ciertas relaciones, nosotros. Así es como logramos darle sentido a algo: desde el final. Solo así aguardamos una esperanza, nos planteamos una meta, miramos al horizonte por donde se pondrá el ocaso y morirá la tarde.

Aunque nos cueste pensar en los finales, por lo doloroso que resulten o lo ignominioso que figuren, a la luz de algo que se acaba, es que podemos contarnos lo que sucedió porque ya cerrado el ciclo, lo miramos, ponderamos, lo significamos y resignificamos.

Este 2023 marcó para mí el fin de muchas ideas en las cuales dejé de creer y perseguir, pero para varios de mis amigos y allegados, les dejó la culminación de relaciones largas o sempiternas. De esas que uno piensa como inamovibles.

Es difícil decir que un final es bueno o malo, y mucho más si es uno ajeno, porque los finales por sí solo no se comprenden, sino en relación con lo finado y lo que les rodea. Constituyen un punto en un espacio que adopta diferente proporción desde donde se le mire.

Esto me lleva a pensar en una película reciente de Julia Roberts, Dejar al mundo de atrás. Cuando Laura, mi pareja, me preguntó por mi impresión, no supe cómo definirle el final. Sabía que no era el que esperaba, pero no por ello, lo podía calificar de malo, aunque me costaba llegar a decir que era bueno. Era un final concluso e inconcluso a su vez que solo dejaba interrogantes. Lo mismo que tantos finales.

Algo similar pasa con un 31 de diciembre para nosotros los del calendario gregoriano. Llega inexorablemente, aunque evitemos pensar en él. Y cuando estamos en plena celebración, podemos tomarlo como referencia para darle sentido a lo que sucedió en los meses y días previos, o cargarnos de sus preguntas, muchas veces necesarias, para abrir el nuevo año.

A pesar de ello, hay una sensación que viene con el fin de año, para bien o para mal, y es que nos da bríos para nuevos comienzos. Nos envalentona al máximo para emprender lo que nunca pudimos durante el año que acaba.

Quizás todo el meollo de los finales se resuma en que sin ellos no hay posibilidad de inicios.

©Jhoandry Suárez

Foto: Patrick Perkins.


Mirar(nos)

 


Es difícil encontrar una mirada plana. Podrá ser asíntota, pero jamás quedarse en la nada de no expresar nada. Las miradas pareciera que ya cargaran consigo mismas algún significado, o al menos así las interpretamos, por eso, en la mirada del otro, uno puede encontrar aceptación, desprecio, amor, cariño, vaciedad, dolor, dureza, divagación, sorpresa, decisión, decepción, esperanza, furia, invitación, malicia, seducción, deseo. En ella, habla el alma antes de caer presa de la palabra. Se escapa. Por eso se le llama ventana a la mirada y no puerta.

Para abrir puertas se necesitan llaves, situación recurrente con las palabras: las nuestras ya pertenecen a otros y vienen con un empaque marcado por lo correcto y lo incorrecto. Las miradas muchas veces nacen de la expresión espontánea, sin pestillo, brotan para decir. Y así, aunque alguien asegure decir la verdad pero su mirada sea esquiva, lo segundo advertirá la mentira.

La mirada resulta entonces un peligro porque nunca se sabe la interpretación elaborada por el otro. Podremos estar seguros de qué gesto pusimos, pero jamás de cómo fue acogido. Diferente a explicar las palabras, en ellas podemos apelar a su significado concreto, a su denotación, su entonación para aclarar mejor su acepción. Para las miradas, por el contrario, no existe diccionario alguno. Aprendemos de ellas con la interpretación diaria. Su contenido viene dado por las miradas recibidas de niño; cuando aprendimos a darle un significado después de las acciones.

Así, si un padre mira con exigencia a sus hijos; estos solo alcanzarán a entender esa mirada cuando el padre la verbalice y diga: “esto no lo hiciste como se debía”, “pudiste hacerlo mejor”, “tu hermano siempre lo hace bien, ¿por qué tú no?”. A partir de allí, asumirán al ver aquellos ojos, con aquel rictus, fruncidos, “ah, es una mirada exigente”.

Un sentido dado por una lectura hacia atrás.

También con las miradas se puede tener lectura exclusiva, tal como ocurre principalmente con quienes se aman, no necesariamente siendo parejas. Entre ellos el lenguaje no se limita a la palabra, también lo habitan las miradas, los gestos y silencios particulares. Lo que constituye así un universo abierto para los dos extremos dentro de él y totalmente indescifrable para los de afuera. No en vano, una mirada pícara o distante cobrará su sentido pleno solo para el partenaire de esa relación, quien es el portador absoluto del significado.

Aunque la mirada sea capaz de decir-mucho-y-poco-a-veces-sin-quererlo, también se erige como algo insaciable, siempre con ganas de ver más y este mundo dominado por la imagen lo sabe. Por eso se concentra en ofrecer una imagen de la realidad de forma descubierta, sin reparos, capaz de mostrar todo, digerible en poco tiempo; una imagen con el poder de ganar nuestra atención a como dé lugar.

Esto podría devenir en una degradación de nuestra facultad de mirar (no de ver, sino de mirar con concentración). Porque comenzamos a posar nuestros ojos sin interés en el entorno, listos para descartar cualquier cosa por la imagen virtual, sin paciencia ni mirada de atención para el otro.

Este mundo del homo videns, como lo llama Sartori, nos está cegando.

Porque mirar todo, no significa tener una mirada más aguda. Al contrario, una más dispersa. Y para esto solo se puede aplicar un principio, el mismo usado por el erotismo desde siempre: impedir descubrirnos una parte de lo que miramos para tener la necesidad de buscar más. Un movilizador, en lugar de un apaciguador.

Este es el verdadero riesgo con este mundo: generar miradas planas, sin expresión. Perdidas. Atontadas. Dominadas por estímulos gratificantes. Miradas que pierden su riqueza expresiva y que ya no van a saber cómo mirar ni interpretar fuera de las pantallas.

©Jhoandry Suárez





Entrampados

 


Comer no quita la sed, al contrario, la aumenta. Por eso, hoy permanecemos sedientos mientras perseguimos el “fast food” emocional que nos arroja este mundo hiperacelerado, donde todo es consumible y pasajero. Donde todo viene empacado para masticar y reemplazar al tronar de un chasquido. Condenado a lo caduco. Un mundo que se volvió totalmente descreído de lo que permanece.

¿Cuál es nuestra sed entonces? Es y ha sido siempre la misma. No nos conformamos con ser efímeros. De alguna manera nos ha movido trascender, y no es un asunto que se limite a la fama, no. Solo basta mirar que por eso inventamos, hacemos arte, fotografiamos, escribimos, con la intención de dejar alguna huella nuestra en algo que sobreviva al paso del tiempo. Sin embargo, en un viraje de la historia quisimos reivindicar lo efímero como una forma de libertad y hemos terminados con un nudo en la garganta. Preguntándonos, “¿Eso somos? ¿Nada?”

Cargamos con el único mandamiento que ha sustituido a todo los demás: “carpe diem” (vive el momento). Aquí se asienta el usa y mañana desecha. Total, todo se termina, ¿o no? Por eso, disfruta de tu ratico en esta vida; es decir, de nuevo, “usa y mañana desecha”.

Es así como nos vamos sintiendo cada vez más atiborrados y dopados por esta obsolescencia de las cosas, por las modas efervescentes que lanzan sobre nuestras cabezas sus bombas, por las noticias que cambian a cada segundo, por esta marisma de olvido en la que se sume cada instante.

Quizás este sea el resultado de una generación que se peleó con su antecesora, representada en nuestros padres, apegados a un compromiso con el futuro, siempre en búsqueda de aquello a largo plazo (muestra de ello es cómo mantuvieron el mismo trabajo durante más de 30, 40 o 50 años). Las condiciones materiales evidentemente eran otras, pero lo que predominó sobre todo fue: construir y dejar legado.

Tuvieron una forma muy diferente de ver el tiempo, atado siempre al mañana, y quizás eso los llevó a conservar tantas cosas (o acaso, ¿quién no vio cómo guardaban cajones con baratijas, cartas antiguas, vajillas clásicas o un sinfín de fotografías?). Lo que iban guardando era su historia para la posteridad, no meras cosas. Era su permanencia en esos objetos de los cuales difícilmente se desprendían (o desprenden).

Nosotros, al contrario, aparecimos para quemar las naves.  

Conservamos poco, desechamos mucho. Las cosas son cosas en sí mismas, en ellas no depositamos alguna expresión nuestra. Son la basura para dentro de unas semanas.

Nos hemos empeñados en olvidar ese pasado, ese estilo de vida de ellos, porque es anticuado y pesado (retomo lo que dije anteriormente, pretendimos reivindicar lo efímero como una forma de liberarnos de la responsabilidad de encontrar “un propósito”, lo cual plantea una visión a largo plazo).

Enemistados con esa generación, nos entregamos a un vivir ya, sin pensar más allá. Un pensamiento que nos empuja a correr porque “la vida es un ratico” y no se puede desperdiciar.

Ahora estamos cansados de todo esto.

Cansados de que cada cosa que compramos hoy, mañana sea inútil, de que siempre haya que correr tras algo nuevo, de que no se nos permita parar porque detenernos es igual a dejar de disfrutar/exhibir experiencias (“experiencias”, el leitmotiv con el que nos engañan). Comprar, viajar, haz esto, ahora aquello, sube de posición social, escala en tu trabajo, mira esta nueva serie, ahora esta película, ¿no viste lo que pasó? Te quedas atrás. Consume. Consume. Consume. ¡Basta!

El “just do it” se nos fue de las manos.

Todo este mundo de lo efímero exige hiperactividad e hipervelocidad, lo que a su vez, nos lleva a despreciar las actividades de reposo como el aburrimiento o el sencillo acto de “gastar” una hora frente a un atardecer. “¡Qué desperdicio!”, nos gritarían.

En el fondo, sabemos que está mal.

Queremos parar.

Pensarnos.

Repasarnos.

Queremos sentir que el hoy es una pieza de un todo. De algo que perdura. No de algo que se extingue para la nada. Sino que asienta la base para algo más en nuestras vidas. Estamos sedientos de volver a la idea de lo perdurable, quizás no a la misma que tuvieron nuestros padres con sus trabajos de décadas o sus relaciones inamovibles (aunque se va haciendo evidente el malestar con las actuales relaciones líquidas: sin compromisos, débiles y que se rompen con fragilidad, parafraseando a Bauman).

El calentamiento global del que hoy se habla con un signo de alarma en la boca ha puesto también de relieve que tenemos que superar la trampa que nos pusimos al santificar el carpe diem. Todo lo que hoy demandamos a este planeta resulta insostenible.

Me atrevo a pensar que, así como nos peleamos con una generación largoplacista como la de nuestros padres, la que nos sigue, nos reclamará por nuestra visión cortoplacista. Nos recriminará el hecho de haber pensado que la vida eran solo las 24 horas y no los cinco, diez, veinte o cincuenta años que nos preceden.

Esto no se trata en reducir la conversación a lo que le vamos a dejar a ellos, se trata de lo que nos estamos dejando a nosotros, para lo cual están los reportes climáticos y las estadísticas de enfermedades mentales.

Esta sed de permanencia, de lo eterno o de lo que transciende, está atorada en nosotros y no deja de preguntar: ¿qué huella queremos dejar?

©Jhoandry Suárez


El placer de ser extraños

 


La mirada fuera de nosotros es un bumerán que siempre regresa. Frente al espejo, a la palabra, al Otro o al Universo, siempre se nos devuelve algún mensaje. Hoy las imágenes del satélite James Webb, tomadas del espacio exterior profundo, más que unas fotografías que revelan una belleza cósmica, es ese búmeran que nos regresa una pregunta que no cesa: ¿quiénes somos?

¿Por qué seguimos sin encontrar nada más parecido a nosotros? ¿Por qué habiendo tantas galaxias, nebulosas y estrellas en interacción somos hasta ahora los únicos capaces de observarlas? ¿Cómo nació todo? Estas son parte de las interrogantes que se deprenden de la primera y que viven orbitándonos, pero cuyas respuestas parecieran tan lejanas como aquella Nebulosa de Carina.

Miramos arriba esperando un mensaje que responda a lo que somos para ya no vernos tan extraños en el vecindario. Oráculos. Extender las manos al cielo. Telescopios. Esperamos que de vuelta venga ese sentido de lo que nos rodea, pero principalmente, queremos saber el sentido de nosotros mismos frente a todo. Como si del cielo viniera esa tarjeta de identificación que nos da el nombre y las coordenadas precisas de lo que hacemos aquí, aunque el Universo no hace más que mirarnos indiferente, expandiéndose a su ritmo y dejándonos con esta intriga de extranjeros.

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El autoconomiento, ¿por qué no viene por defecto?

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Esto me hizo recordar a Julián, me lo imagino ahí sentado en la esquina de su cama, mirando de soslayo a su mujer quien mantiene una mirada ausente. Ninguno de los dos se reconoce en aquella noche tan larga como un suspiro hondo. Luego de cinco años de matrimonio todos los códigos comunes empezaron a rechinar. Antes decían “a” y era clave compartida, ahora decir “a” era desatar un terreno de guerra en el que cada uno lanzaría su interpretación. “Si antes la entendía, ¿por qué ahora no”, se acusa Julián. Quiere voltear para decirle que arreglen, pero intuye que será inútil. Las palabras ya no alcanzan. Ha ocurrido el panguea del que no se regresa en una relación. Ambos son islotes que no conservan nada en común más que el tiempo compartido. Sin importar los años, las experiencias, el Otro jamás deja de ser Otro. Julián lo entendió esa noche cuando miró a su mujer, en pos de solucionar el reciente problema, pero ella, ya le había preparado la respuesta treinta noches atrás: “Julián, el amor no sobrevive entre extraños”.

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“People are strange when you're a stranger”, Murakami.

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Nosotros somos nuestros grandes extraños. Siempre buscando razones para entender por qué hacemos lo que hacemos y tratando de hacernos un boceto lo suficientemente real de quienes somos, sin jamás obtener la pintura terminada. Un absurdo por dónde se le mire, ¿cómo es que no sabemos al menos nuestra propia verdad? Quizás y sea allí donde precisamente reside el placer de ser extraños, tener territorio que explorar, ya sea dentro o en relación con los demás, de lo contrario, solo tendríamos por delante un manual con todo dado, sin nada por descubrir ni inventar; siendo conocidos que se aburren de sí mismos.

©Jhoandry Suárez