Mirar(nos)

 


Es difícil encontrar una mirada plana. Podrá ser asíntota, pero jamás quedarse en la nada de no expresar nada. Las miradas pareciera que ya cargaran consigo mismas algún significado, o al menos así las interpretamos, por eso, en la mirada del otro, uno puede encontrar aceptación, desprecio, amor, cariño, vaciedad, dolor, dureza, divagación, sorpresa, decisión, decepción, esperanza, furia, invitación, malicia, seducción, deseo. En ella, habla el alma antes de caer presa de la palabra. Se escapa. Por eso se le llama ventana a la mirada y no puerta.

Para abrir puertas se necesitan llaves, situación recurrente con las palabras: las nuestras ya pertenecen a otros y vienen con un empaque marcado por lo correcto y lo incorrecto. Las miradas muchas veces nacen de la expresión espontánea, sin pestillo, brotan para decir. Y así, aunque alguien asegure decir la verdad pero su mirada sea esquiva, lo segundo advertirá la mentira.

La mirada resulta entonces un peligro porque nunca se sabe la interpretación elaborada por el otro. Podremos estar seguros de qué gesto pusimos, pero jamás de cómo fue acogido. Diferente a explicar las palabras, en ellas podemos apelar a su significado concreto, a su denotación, su entonación para aclarar mejor su acepción. Para las miradas, por el contrario, no existe diccionario alguno. Aprendemos de ellas con la interpretación diaria. Su contenido viene dado por las miradas recibidas de niño; cuando aprendimos a darle un significado después de las acciones.

Así, si un padre mira con exigencia a sus hijos; estos solo alcanzarán a entender esa mirada cuando el padre la verbalice y diga: “esto no lo hiciste como se debía”, “pudiste hacerlo mejor”, “tu hermano siempre lo hace bien, ¿por qué tú no?”. A partir de allí, asumirán al ver aquellos ojos, con aquel rictus, fruncidos, “ah, es una mirada exigente”.

Un sentido dado por una lectura hacia atrás.

También con las miradas se puede tener lectura exclusiva, tal como ocurre principalmente con quienes se aman, no necesariamente siendo parejas. Entre ellos el lenguaje no se limita a la palabra, también lo habitan las miradas, los gestos y silencios particulares. Lo que constituye así un universo abierto para los dos extremos dentro de él y totalmente indescifrable para los de afuera. No en vano, una mirada pícara o distante cobrará su sentido pleno solo para el partenaire de esa relación, quien es el portador absoluto del significado.

Aunque la mirada sea capaz de decir-mucho-y-poco-a-veces-sin-quererlo, también se erige como algo insaciable, siempre con ganas de ver más y este mundo dominado por la imagen lo sabe. Por eso se concentra en ofrecer una imagen de la realidad de forma descubierta, sin reparos, capaz de mostrar todo, digerible en poco tiempo; una imagen con el poder de ganar nuestra atención a como dé lugar.

Esto podría devenir en una degradación de nuestra facultad de mirar (no de ver, sino de mirar con concentración). Porque comenzamos a posar nuestros ojos sin interés en el entorno, listos para descartar cualquier cosa por la imagen virtual, sin paciencia ni mirada de atención para el otro.

Este mundo del homo videns, como lo llama Sartori, nos está cegando.

Porque mirar todo, no significa tener una mirada más aguda. Al contrario, una más dispersa. Y para esto solo se puede aplicar un principio, el mismo usado por el erotismo desde siempre: impedir descubrirnos una parte de lo que miramos para tener la necesidad de buscar más. Un movilizador, en lugar de un apaciguador.

Este es el verdadero riesgo con este mundo: generar miradas planas, sin expresión. Perdidas. Atontadas. Dominadas por estímulos gratificantes. Miradas que pierden su riqueza expresiva y que ya no van a saber cómo mirar ni interpretar fuera de las pantallas.

©Jhoandry Suárez





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