Entrampados

 


Comer no quita la sed, al contrario, la aumenta. Por eso, hoy permanecemos sedientos mientras perseguimos el “fast food” emocional que nos arroja este mundo hiperacelerado, donde todo es consumible y pasajero. Donde todo viene empacado para masticar y reemplazar al tronar de un chasquido. Condenado a lo caduco. Un mundo que se volvió totalmente descreído de lo que permanece.

¿Cuál es nuestra sed entonces? Es y ha sido siempre la misma. No nos conformamos con ser efímeros. De alguna manera nos ha movido trascender, y no es un asunto que se limite a la fama, no. Solo basta mirar que por eso inventamos, hacemos arte, fotografiamos, escribimos, con la intención de dejar alguna huella nuestra en algo que sobreviva al paso del tiempo. Sin embargo, en un viraje de la historia quisimos reivindicar lo efímero como una forma de libertad y hemos terminados con un nudo en la garganta. Preguntándonos, “¿Eso somos? ¿Nada?”

Cargamos con el único mandamiento que ha sustituido a todo los demás: “carpe diem” (vive el momento). Aquí se asienta el usa y mañana desecha. Total, todo se termina, ¿o no? Por eso, disfruta de tu ratico en esta vida; es decir, de nuevo, “usa y mañana desecha”.

Es así como nos vamos sintiendo cada vez más atiborrados y dopados por esta obsolescencia de las cosas, por las modas efervescentes que lanzan sobre nuestras cabezas sus bombas, por las noticias que cambian a cada segundo, por esta marisma de olvido en la que se sume cada instante.

Quizás este sea el resultado de una generación que se peleó con su antecesora, representada en nuestros padres, apegados a un compromiso con el futuro, siempre en búsqueda de aquello a largo plazo (muestra de ello es cómo mantuvieron el mismo trabajo durante más de 30, 40 o 50 años). Las condiciones materiales evidentemente eran otras, pero lo que predominó sobre todo fue: construir y dejar legado.

Tuvieron una forma muy diferente de ver el tiempo, atado siempre al mañana, y quizás eso los llevó a conservar tantas cosas (o acaso, ¿quién no vio cómo guardaban cajones con baratijas, cartas antiguas, vajillas clásicas o un sinfín de fotografías?). Lo que iban guardando era su historia para la posteridad, no meras cosas. Era su permanencia en esos objetos de los cuales difícilmente se desprendían (o desprenden).

Nosotros, al contrario, aparecimos para quemar las naves.  

Conservamos poco, desechamos mucho. Las cosas son cosas en sí mismas, en ellas no depositamos alguna expresión nuestra. Son la basura para dentro de unas semanas.

Nos hemos empeñados en olvidar ese pasado, ese estilo de vida de ellos, porque es anticuado y pesado (retomo lo que dije anteriormente, pretendimos reivindicar lo efímero como una forma de liberarnos de la responsabilidad de encontrar “un propósito”, lo cual plantea una visión a largo plazo).

Enemistados con esa generación, nos entregamos a un vivir ya, sin pensar más allá. Un pensamiento que nos empuja a correr porque “la vida es un ratico” y no se puede desperdiciar.

Ahora estamos cansados de todo esto.

Cansados de que cada cosa que compramos hoy, mañana sea inútil, de que siempre haya que correr tras algo nuevo, de que no se nos permita parar porque detenernos es igual a dejar de disfrutar/exhibir experiencias (“experiencias”, el leitmotiv con el que nos engañan). Comprar, viajar, haz esto, ahora aquello, sube de posición social, escala en tu trabajo, mira esta nueva serie, ahora esta película, ¿no viste lo que pasó? Te quedas atrás. Consume. Consume. Consume. ¡Basta!

El “just do it” se nos fue de las manos.

Todo este mundo de lo efímero exige hiperactividad e hipervelocidad, lo que a su vez, nos lleva a despreciar las actividades de reposo como el aburrimiento o el sencillo acto de “gastar” una hora frente a un atardecer. “¡Qué desperdicio!”, nos gritarían.

En el fondo, sabemos que está mal.

Queremos parar.

Pensarnos.

Repasarnos.

Queremos sentir que el hoy es una pieza de un todo. De algo que perdura. No de algo que se extingue para la nada. Sino que asienta la base para algo más en nuestras vidas. Estamos sedientos de volver a la idea de lo perdurable, quizás no a la misma que tuvieron nuestros padres con sus trabajos de décadas o sus relaciones inamovibles (aunque se va haciendo evidente el malestar con las actuales relaciones líquidas: sin compromisos, débiles y que se rompen con fragilidad, parafraseando a Bauman).

El calentamiento global del que hoy se habla con un signo de alarma en la boca ha puesto también de relieve que tenemos que superar la trampa que nos pusimos al santificar el carpe diem. Todo lo que hoy demandamos a este planeta resulta insostenible.

Me atrevo a pensar que, así como nos peleamos con una generación largoplacista como la de nuestros padres, la que nos sigue, nos reclamará por nuestra visión cortoplacista. Nos recriminará el hecho de haber pensado que la vida eran solo las 24 horas y no los cinco, diez, veinte o cincuenta años que nos preceden.

Esto no se trata en reducir la conversación a lo que le vamos a dejar a ellos, se trata de lo que nos estamos dejando a nosotros, para lo cual están los reportes climáticos y las estadísticas de enfermedades mentales.

Esta sed de permanencia, de lo eterno o de lo que transciende, está atorada en nosotros y no deja de preguntar: ¿qué huella queremos dejar?

©Jhoandry Suárez


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