¿Qué haríamos sin las palabras?

Foto: Pavan Trikutam 

Mi capacidad de socializar con los taxistas es nula. Apenas se limita a dos comentarios de un repertorio de cajón: “hay demasiado tráfico”, “que buen clima”; a cambio, espero un monosílabo o una frase corta para zanjar mi primer y único intento por iniciar una conversación. Hasta que te topas con algún venezolano de esos que hablan hasta por los tobillos y te reconoce; tal como me sucedió aquella tarde sabatina. Sentado en el asiento de atrás, en mi mutis viajero, me preguntó: “¿de qué parte de Venezuela eres?”. Nos reconocimos. “Maracaibo”. “Maracay”. Comenzó la charla. El hombre estaba enardecido por las últimas declaraciones de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, sobre el crimen y nuestra nacionalidad. Siguió hablando de que tenía tres años en la capital colombiana. Que toda su familia estaba con él. Que además importaba productos desde Estados Unidos. Me mostró la cortada en la palma de su mano izquierda producto de un atraco que frustró. Me dio detalles de cómo lo secuestraron en su propia casa en Maracay y vio cómo le robaban todo. En 40 minutos me entregó el sumario de su vida. Le di crédito ante la cantidad de precisiones. Una vez que nos despedimos y lo vi alejarse, comprendí que jamás me había dicho su nombre. Toda la historia que había escuchado tenía un rostro anónimo. Jamás podría decir que me encontré con Rafael, Mario o Gonzalo porque no sabía a quién pertenecía el relato que ahora sabía. 

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¿Podemos vivir sin un nombre que nos identifique? ¿Sin una palabra que nos nombre? 

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Dentro de este montón de entrañas, memorias y emociones, somos palabras que se van quedado en cada rincón. Somos las palabras de otros que nos van habitando y nos van (des)contruyendo a lo largo de nuestra vida. Es complicado determinar dónde terminamos de decir lo que otros nos dijeron y dónde comenzamos a decir lo propio, nuestras palabras. Lo más interesante es descubrir qué nombran estas palabras porque lo real va quedando detrás de lo simbólico, detrás de cada palabra dicha o no. 

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Solo los escucho. Nunca los he visto. A mi apartamento llegan sus conversaciones a voz en cuello, sus debates, su música de Queen o de Adele. Me es imposible evitar oír sus voces cuando cruzan el piso que nos separa. Indudablemente a veces siento como si viviese con esos vecinos de arriba. Supe cuando llegaron. Los movimientos de los muebles los anunciaron. Los sonidos de los utensilios de cocina dieron fe de que alguien había comenzado a vivir en el apartamento superior. Desde entonces, me ha intrigado saber quiénes son. Para mí son conversaciones a las que no les puedo dar un rostro, ni mucho menos, un nombre. No me los he topado por los pasillos – o al menos eso creo-; por lo tanto, me es difícil asociar cómo son. Los he recreado en mi mente como dos jóvenes, ambos delgados, de personalidad conciliadora y amantes del bullicio. Son parte de mi imaginación, hasta que los conozca y sepa sus nombres. Allí se convertirán en realidad. Una realidad plana y definida. 

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Las palabras son defectuosas y perfectibles a la vez, buscan afanosamente ser “eso” que está en nosotros, que nos acontece, buscan ser la realidad, pero solo consiguen nombrarla, representarla, sin que eso alcance. 

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Los enamorados son los domadores de las palabras porque siempre buscan y crean aquellas que estén bajo su total dominio. Apelan a los diminutivos que usan para nombrarse, las expresiones de cariño, los apodos; y todo ello viene a formar su mundo. Las palabras forman mundos y siempre hemos buscado tener el nuestro, tan propio que solo sea compartido con quienes queramos, edificado en un código único. Es por eso que las palabras de dos enamorados en los oídos equivocados suenan cursis, infantiles y tontas. Entran en un mundo al que no pertenecen. 

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“Las palabras no son ‘objetos decorativos’. Producen realidad”, escribió la argentina Leila Guerriero. 

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Entonces, ¿qué viene a ser el silencio?, ¿un enemigo de las palabras?, ¿un lugar lleno de ruidos mudos?, ¿se calla para no decir o se calla para decir? “El silencio no es ausencia de sentido, al contario, aquello que no se puede decir es lo que más nos toca”, diría por allí Octavio Paz

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Nada puede ser más claro como el hecho de que caminamos en una calle entre lo nombrable e innombrable. Entre la palabra y el silencio. En una calle que nos atraviesa llamada lenguaje

©Jhoandry Suárez

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