¿Qué esperan?
Las elecciones tienen un elemento interior que no se
les puede separar: el futuro; ninguna votación se celebra pensando en el
pasado, ni siquiera en el presente, se apunta a posteriori, a que luego de los resultados se suscite alguna
novedad. Las dictaduras son un ejemplo de cómo se impiden comicios para evitar
que a los ciudadanos se les ocurra un futuro diferente, al contrario, se les
somete al yugo del pretérito, del que nada cambiará, de que las cosas seguirán
tal cual. ¿Pero qué sucede con los gobiernos autoritarios que permiten
elecciones? Simplemente regalan una esperanza limitada, una aspiración para que
nadie se muera de hastío.
En nuestro país, las parlamentarias se divisan en un
domingo que se acerca cada vez más. Muchos condicionan su proyecto de vida a
los resultados de ese día, alguien me señala con sobrada seguridad: “si la
oposición pierde, esto será un desierto. La gente se va a ir”. ¿Cuánta razón
tiene? Me temo que demasiada. De los labios de Tibisay Lucena y su
“irreversible” se desprenderá el irreversible de tantos.
En discusiones que he sostenido estas últimas
semanas hemos concluido que los jóvenes, a quienes poco les interesaba la
política, sus políticos y sus promesas rotas, ahora son los más entusiastas por
salir a votar. La principal causa la encontré hace poco en un café: una mujer
me declara con orgullo su indiferencia hacía al sistema, con 26 años me señala
que esta será la primera vez que votará. Sigue hablando y en una esquina de su
discurso me asoma la razón que la llevó a abandonar su actitud: “el Gobierno me
ha tocado de forma tan personal”. Personal, esta es la palabra clave de tanta
motivación juvenil a participar en las elecciones, el guante y la bota roja se
han filtrado en sus vidas desde el agua hasta las telecomunicaciones; en cada
taquilla encuentran y los asfixia una boina y un bigote.
Recuerdo perfectamente como los voceros
gubernamentales criticaron estas líneas de Leonardo Padrón: “Necesitamos con urgencia una
cierta dosis de aburrimiento”*. Argumentaron que aquellas palabras eran una
apología a la apatía democrática de la IV República y que Padrón era un secuaz
para regresarnos allí. Sin embargo, nunca se han fijado que pasaron de anemia
electoral a implantar una neurosis de participación en la que el Gobierno es
omnipresencia.
En este preludio de 6 notas que faltan para llegar
al acorde final del 6D, las esperanzas se aglutinan y todo se soporta en un gran
“veremos”. Aunque las encuestas, señoras a quienes escucho con cierto recelo,
apuntan que la oposición se ubica como favorita sin lugar a dudas, el 7 de
diciembre sus predicciones quedarán comprobadas o refutadas. Antes de que eso
ocurra, los ciudadanos esperan algo, ciñen sus ilusiones a estos días para
seguir creyendo en el país.
Si existen los que esperan recuperar su espacio y
respirar sin un Gobierno asfixiante; también, están los que auguran que una vez
ganadas las elecciones por la Mesa de la Unidad, las colas desaparecerán y
todas las presentaciones de alimentos escalaran de nuevo a sus anaqueles. Otros
que ven en el triunfo opositor la debacle popular del chavismo y por
consiguiente, más a posteriori, el
cambio del sistema socialista. Los camaradas aspiran a seguir profundizando su
pensamiento revolucionario para avanzar hasta las comunas y sus comunes. De
ellos, algunos guardan intacta la fidelidad al Comandante, una lealtad que ha
soportado todos los señalamientos de ineficiencia contra Maduro. Un solo voto y
tantos ideales.
Aquí tan solo presento algunas expectativas
generales de las elecciones, pero existen tantas particulares que desconozco, por
ejemplo: ¿qué esperas tú? ¿Qué esperan los ni-nis? ¿Qué esperan los venezolanos
en todos sus matices? La respuesta está reservada a ese día, al domingo, y en
el momento en que aparezca, sabremos a qué rumbo se dirige el futuro (los
jóvenes también) de Venezuela.
©Jhoandry
Suárez
*Leonardo
Padrón, 2013, Se busca un país.
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