El golpe detrás del ventanal


Parado frente al mostrador, en espera de que otro cliente llegase, contempló el exterior del local. Ventanales dejaban entrar la escena de fuera con una nitidez apenas alterada por la marcas de grasa y sudor de manos impresas en el vidrio. El sol de los días de sequía que se vivían estaba lo suficientemente despejado para proporcionarle calidez a la escena. El brillo ayudaba a reverenciar los detalles: colores, movimientos, alaridos sordos, el pasmo de la mañana, muecas discretas, pasos rutilantes, la risa, el asfalto, la avenida principal. El panorama era todo un bloque completo de dinamismo, propio de un martes. Pero lo desfragmenté.
Visualicé tres imágenes, me enfoque en tres puntos. Una mujer caminando hacía la farmacia, mi trabajo. Llevaba un bolso ajustado a su cuerpo, venía apresurada y con el rostro expectante, no podría decir que con ingenua esperanza, pero algo de risueña ilusión tenía su mirada. Vestía un pantalón negro y una blusa roja, ajustada de tal forma que la figura de años descuidada se mostraba en total proporciones. Su mano retenía con ligera presión la extremidad de su hijo, un niño cuya cara tenía un dejo de reproche, de mal humor por no poder andar libre. Sus zapaticos trataban de llevar el paso, si no, la presión se hacía más fuerte para que se apurara. Antes de cruzar la carretera colindante a la farmacia, dicho sea, ubicada en una esquina y con un ángulo de visión de 90 grados, osó zafarse del brazo de su madre. Pero, ante el fracaso de su acción, fue reprendido y con mayor justificación mantuvo su malhumorada actitud.
Frente a mí, una familia salía a pie  del estacionamiento del Seguro Social, discutía sobre algún asunto, una enfermedad quizá fuera la razón. El hombre junto a la entrada, un vendedor de desayunos, Kinos y refrescos los miró de reojo pero no les prestó la mayor atención. Con desgano siguió su tarea de esperar a hambrientos y esperanzados en un golpe de suerte el domingo próximo.  Además, el calor de las diez de la mañana lo sofocaba tanto como el de las dos de la tarde, un tordo emparapetado tampoco era suficiente para evadir el solazo. La familia prosiguió su camino fuera del IVSS, pero esta vez en silencio y con marcada severidad en sus facciones. Olvide decirles, aquella familia era un hombre, una mujer y un niño, quién apenas comprendía las malas contestas de sus padres hacía dos minutos. Vestido con una franela amarilla avanzaba sonriente. Viraron sus rostros cuando escucharon el estallido de risas de unos borrachos en la esquina del Seguro.
No cabía duda, el licor más barato recorría el esófago de los borrachos que religiosamente se sentaban todas las mañana en la esquina de Seguro Social, en un espacio de la cerca libre de rejas y que daba paso al interior del centro de salud. Aunque fuese martes, un día que dista de estar dispuesto para juergas etílicas, les daba igual por beber. Con el dinero que habían conseguido, compraron una botella de Calicanto. Se turnaban los tragos, era un palito para cada uno. Los años de caña diaria les generó la resistencia suficiente para sentir aquel ron como un trago de agua, pero que igual provocaba en ellos una ligera euforia propia de la ebriedad. Eran bien conocidos por la comunidad local, pero nadie les hacía caso, simplemente los miraban con lastima y aspiraban no terminar en aquel grado de miseria y adicción. A ellos en su mundo, el cual tan solo giraba en torno a una botella, les daba igual el resto de la gente. Su verdadera preocupación era llegar todos los días a la cita  en la esquina posterior del Seguro. Y así, hasta decir adiós hígado cruel.
Al terminar de observar los tres contrapuntos, la imagen volvió a ser un solo bloque detrás de los vidrios. Salí de la contemplación cuando la mujer que había visto hacía un rato llegó a mi caja y me preguntó si tenía un medicamento antihipertensivo con la misma expectación que traía desde que la vi.  “No”, a cuenta gotas le reiteré, con algo de sutileza. En cuanto ella me fue a replicar, un frenazo precedido de un golpe se escuchó. El bloque de dinamismo afuera se paralizó, un espasmo repentino sin calidez ni brillo lo invadió.
                      
El estruendo hizo que se perdiera la botella
De inmediato dirigimos nuestra curiosidad al sitio de donde provino el golpe y vimos un carro de los ochenta frenado frente a un cuerpo pequeño. Hubo un atropellado. Un niño recibió el impacto. Deduje con rapidez de quién se trataba: el hijo de aquella familia que peleaba. Miré a los lados del mostrador. Mis compañeros enmudecidos mostraban un asombro impecable. El chófer bajó del auto con el rostro palidecido y las manos encimas de la cabeza. Aquel era un hombre de cabellos crespos y con algunas canas, vestía una camisa de cuadros, cuyo primer botón desprendió de la desesperación, las manos temblorosas se acercaron al niño para socorrerlo pero alguien se lo impidió. El padre corrió despavorido y golpeó al chófer. Gritaba, bufaba de odio y desespero. La madre  presa de los nervios intentaba levantar al niño. Debido a la distancia, no distinguí dónde lo golpeó el vehículo.
Un extraño se acercó a tomar al niño entre sus brazos y corrió para llevarlo dentro del Seguro Social. Entre tanto, el padre seguía cegado y fuera de sí, hasta que alguien lo sujetó con fuerza y lo obligó a que dejase de decir improperios y repartir golpes. De repente, las manos de muchos de los presentes señalaban en dirección al Seguro Social, el centro de gravedad de la escena era aquel. Cerca, los borrachos dejaron caer la botella por la impresión, se hallaban estupefactos y cualquier indicio de alcohol se les había borrado.
Fue un segundo. Menos, una fracción de segundo. Quizás mucho menos, una unidad de tiempo tan ínfima dónde no advertí el acontecimiento. ¿Qué pasó? ¿El niño cruzó la carretera corriendo? ¿El vehículo avanzaba con exceso de velocidad? ¿Quién se descuidó, el niño o el conductor del auto? ¿Todo fue el azar?
Frente a mí, detallé que la mujer a quién atendía en la farmacia sufrió un cambio de postura, se quedó mirando por largo rato a su hijo, como dándose cuenta lo pequeña que era ella para protegerlo de infortunios de la vida, también como alabándose por el hecho de tomarle la mano con fuerza para evitar exponerlo al peligro de la carretera. “Luis Mario viste por eso tenéis que hacer caso”, le señaló. Luis Mario tan solo sabía, sin comprender bien, pues lo notaba en su expresión, que algo malo pasó; sin embargo, no creo que se imaginase a sus siete años que un choque causará lesiones o la muerte prematura o después de una vida longeva.

El “no” más difícil de decir
Pasaron unos minutos. Eternos minutos de expectativa. El padre del niño apareció en la farmacia. Apenas llegó, preguntó con incredulidad e impotencia: “¿tienen gaza?”. Se había acercado a una joven. Ella después me contaría que le impresionó lo rojo de los ojos del señor, su expresión al margen del delirio. Lo peor para ella fue sentirse inútil ante la respuesta que le daría: “no hay señor”. “Como que no hay, vengo del Seguro y allá no tienen con que atender a mi hijo. Un desgraciado le acaba de llegar allá afuera y no encuentro como salvar a mi hijo. No es posible. En dónde vivimos. Me lo quieren llevar para Maracaibo, pero mi hijo esta mal, no puedo dejar que lo lleven tan lejos. ¡Buscá bien, si debe de haber!”, y por último, golpeó el mostrador como medio de catarsis. La muchacha fría por la impresión fue incapaz de repetirle que no había. Alguien cerca, con franqueza le insistió "De verdad no se la estamos negando, nos gustaría ayudarle, pero cómo, si no tenemos". “¡Qué belleza de país!”, gritó con un cinismo amargo y desalentador.
Entonces, vi que seguiría a la farmacia próxima en la calle. Comprendí que emprendería con la esperanza en vilo el recorrido para encontrar siquiera una gasa. Era el Niágara en bicicleta pero local.
Sentí un gran pesar, también me sentí inútil por no poder ayudarle. ¿Dónde estaban las gasas? ¿En la frontera? ¿En las clínicas? ¿En algún galpón almacenadas sin ser distribuidas? ¿En un conteiner recién llegado al puerto de Maracaibo? ¿O sencillamente, no existían, rotundamente no habían?
El ambiente observado por mí desde tres ángulos, después del suceso había quedado intranquilo y sin la misma luminiscencia.
Al día siguiente, después de la gran duda que me generaba saber el destino del niño, supe que estaba estable en una clínica en Maracaibo. Sin embargo, aún hoy, cuando escribo este relato, no hay gasas. Tal parece, lamentablemente, que todavía habrá más Niágaras en bicicletas.
Jhoandry Suárez

PD: este relato esta entrelazado fielmente entre la realidad y la ficción, pero hay algo que indudablemente esta lejos de ser ficción y confió en tu capacidad de discernimiento como lector.



3 comentarios:

  1. Porque siempre tenemos algo que decir, te invito a dejar tu comentario aquí acerca.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Una vez más te luces con esta historia. Realmente MUY buena y cuidadosamente redactada, amén de ese juego de palabras que nos permite deambular a través de la lectura entre la realidad y la ficción. Felicidades, amigo mío!!!

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