El amor y la guerra
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Federico
desde hace tiempo sentía que sus amoríos eran guerras tontas, ninguna que lo
hiciera vibrar, ni siquiera elaborar una estrategia de conquista. En esos años
tan solo recordaba sus verdaderas batallas en eso que llaman amor.
Había
vivido una Normandía, una batalla épica en la que logró conquistar el corazón
de una hermosa morena que hacía labores de secretaría en un bufete. A pesar de
sus múltiples rechazos, el sentía que ella cada vez se metía más en su corazón,
en su Europa Central y necesitaba contratacar, también enamorarla. Así que
planificó con esmero una salida a cenar. Procuro que todo pareciera que le
propondría una vez más que abandonaran mutuamente su soltería. Sin embargo,
luego del postre, aún no llegaron esas palabras. Lanzó libremente insinuaciones
por doquier, señuelos para que su acompañante se pusiera a la defensiva y quizá
lo rechazase.
Justo,
cuando la dejaba frente a su casa, sin insinuación previa le dio un beso, el
primero, y con una dosis tremenda de pasión. La morena, un tanto desairada lo
miró con picardía y le guiño un ojo. “Me has tomado fuera de base, pero no
importante, bésame de nuevo que besas bien”.
También
había pasado por su Waterloo. Luego de una racha de conquistas y sentirse todo
un donjuán, quiso encantar a una rubia, qué coincidencia de ascendencia belga.
La mujer se mostró en todo momento indiferente ante él, lo rechazó con
vehemencia. Aún esperanzado de que lograría enamorarla, quiso imitar su
estrategia de Normandía, pero en su lugar consiguió que la mujer le diese una
cachetada, le recriminara lo bajito que era y aparte fuera victima de una
fractura del tabique gracias a la aparición de un novio, el cual no sabia que
existía.
A
su vida llego una trigueña de ojos cafés que con su sonrisa lo desarmo
completamente. Cuando se vio, estaba competiendo con tres hombres que también
querían que fuese su novia. Entonces, la joven llamada Anastasia se resistía a
toda conquista amorosa y los trataba a los cuatro como amigos, pese a sus
claras intenciones. Para él, aquello era la batalla de Stalingrado. Casi un año
estuvo detrás de ella y su resistencia férrea a mostrarse interesada en algunos
era digna de reconocer. Hasta que una temporada, abandonada por sus amigas que
se fueron de viaje, ella le dio un sí. Y él comprendió cómo las amigas la
ayudaban a mantenerse firme en hacerlo sufrir y esperar.
Pero,
pasadas esas batallas, su espíritu quedaba inquieto, pues comprendía que sus
conquistas recientes no eran más que simulacros y entrenamientos, nada que lo
curtiera de nuevo en una trinchera.
©Jhoandry
Suárez
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