Terapia de escape


El amor, per se, fue una terapia de escape en el país. Camila, en su enamoramiento, mirando los ojos de su amado, ignoraba el grito de “vamos mal” que se escuchaba en cada rincón. Su enamoramiento la entregaba a otra dimensión. A esa en la que los enamorados se sienten invencibles. Ella se sentía tranquila y segura cuando se veía de la mano con Pedro. O Miguel. O Federico. O Esteban. El año dio para todos esos amores. Unos con más meses de vigencia que otros, pero a la final, con 12 meses en total por todos. Y así ella se enfrentaba a la realidad-país. Amando. Queriendo. Buscando la media naranja, aunque fuera por cuartos de segundos que le sirvieron para mantener la esperanza de que todavía tenía por qué vivir, más allá de un sueldo mínimo.

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Entre una urbe grisácea, pujante y cosmopolita se veía cada mañana Martín. Recorriendo carteles de “se busca empleado”, cruzando cada esquina de la esperanza con el anhelo de encontrar una posada económica. Con los papeles en la mano derecha y las ilusiones en la izquierda. Rindiendo cada dólar. Procurando cada centavo. Sabiendo que el ego de un título universitario le quedaba bajo el brazo y con la frente puesta en un “mejor porvenir”, unas palabras que se volvían cada vez más mayúsculas. Esta era la terapia de escape de Martín en medio de la actual Venezuela; así se disociaba del verbo confuso de sus gobernantes, de lo atolondrado de la economía, de los malos augurios de los “expertos”, de la “realidad”, que era como una bofetada que lo despertaba desnudo entre una multitud de sinsabores y desaciertos, aglutinados en la palabra “crisis económica”. Esta era una terapia que pronto dejaría de serlo si llegaba a embarcarse en un avión directo a emigrar.


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Marta se sentía victoriosa. Como si hubiese terminado de resistir una maratón de 365 días. No fue fácil para ella el 2016 -¿para quién lo seria?-. Alimentar cuatro bocas. Trabajar 12 horas. Levantarse temprano. Que sus parpados se tendieran sin remedio aun cuando la máquina de coser seguía con sus puntadas. Respirar. Eso era el 31 de diciembre para ella. Tomar una bocanada de aire. Examinarse. Verse hasta qué punto había aguantado. Mirar a sus hijos. Experimentar orgullo. Y por último, apreciar la palabra “año nuevo” como el final de un túnel. Como una terapia de escape, esperaba que 2018 trajera en sus bolsillos algo bueno: no sentir cada día como un ring de batalla.

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Emigrar, Anhelar, Amar, Esperar, estos fueron algunos de los salvavidas o las terapias que usamos en algún tramo del 2016. En medio de un país que se hizo cada vez más presente en nuestras vidas; nos ayudaron a tomar impulso y seguir con tesón. A descansar de lo acelerada que se volvió la vida en este lugar de América. En el 2017, necesitamos lanzarnos al agua-país con un nuevo salvavidas: la esperanza. Aunque genere desconfianza, picor y peor aún, pesimismo. El año nuevo ojalá tenga la impronta de que todo marchará mejor. Y si no lo tiene, entonces urgirá que se la coloquemos. 

©Jhoandry Suárez

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