CRÓNICA: Taquilla número cuatro


Apenas el reloj marcaba un cuarto para las ocho de la mañana, la avenida lucía tan viva y convulsiva como cualquiera que rozara con el inicio del horario laboral: los automóviles avanzaban con premura, transeúntes no miraban a los lados, el semáforo imponía su rojo para alterar los nervios, cada minuto que se descontaba para llegar significaba un peligro de amonestación. Era un viernes rutinario que no auguraba tantos contrastes o absurdos y yo me encontraba en una cola para cumplir con un trámite legal.
En cuanto la aguja marcó las ocho, un hombre de aspecto adusto y a la vez agradable nos señaló el procedimiento para ingresar a la institución y consignar los documentos. Subimos las escaleras hasta un piso desolado e inalterable: con taquillas que parecían no haber sincronizado con la hora, unas cuantas sillas para que recreáramos la cola, un silencio que desconcertaba a pesar de las instrucciones previas.
Un hombre llegó una vez que nos acomodamos. Nos evaluó a cada uno y nos dijo a quemarropa: «los van a devolver, no tienen la carpeta marrón», un tono de satisfacción se le escapó. ¿Qué carpeta marrón? En la página no decía nada -pensé-. No le haré caso a este tipo. Sin embargo, la experiencia en trámites me avizoraba que la carpeta era más que una nimiedad.
«Ayer me devolvieron por eso y tuve que venir hoy», recalcó al percibir que ninguno tomó sus palabras en serio. Miradas cruzadas y una leve tensión se impusieron ¿Bajar y perder el puesto por una carpeta? La decisión se presentaba difícil.
El silencio que hubo se quebró cuando aparecieron del otro lado de las taquillas dos mujeres. Una de ellas, impaciente acomodaba algunos objetos que estaban en un escritorio y mientras pasaba de taquilla en taquilla con una voz mecánica nos dictaba cómo sería el procedimiento. Su voz denotaba una autoridad que a nadie se le hubiese ocurrido contrariar. Rostro severo, gestos rígidos, expresión de intransigencia armonizaban con un cabello plomizo de flecos blancos y una apariencia de 45 años, la cual le otorgaba imponencia. A regañadientes cavilé: «lo de la carpeta si es grave, ella no aprobará mis papeles». Acto seguido, el primero de la fila pasó para que verificaran sus documentos, sin ánimos de ofrecer muchos detalles, la mujer de cabello grisáceo los rechazó por la carpeta y no cumplir con el orden de presentación establecido. Las nimiedades tienen bastante peso en esos asuntos.
Salí apresurado y busqué afanoso la dichosa carpeta. La avenida tenía el mismo dinamismo y ningún rastro de un sitio donde vendieran lo que necesitaba. Crucé una calle y un hombre de aspecto estrafalario apercibió qué buscaba: « ¿Chamo, carpeta? Vení, aquí hay un ciber». Sin otra opción, lo seguí y entramos en un edificio donde el ambiente era lúgubre y sombrío. «Subí las escalera, a mano derecha está el ciber» Indicó con un dedo sin ofrecer más explicaciones. A aquel escenario solo le faltaba la lámpara que enciende y apaga en las películas de terror. Aferrado a cuánto santo católico conocía, ascendí. Con desconfianza avanzaba, atento a cualquier ruido fuera de lo normal. Tan solo me repetía: «sin la carpeta no hago nada, sin la carpeta no hago nada». Una vez que llegué al negocio, una mujer con rostro desenfadado e indiferente respondió a mi urgencia con un precio exorbitante. Aunque estaba desesperado por la carpeta, jamás promovería su especulación.
Abandoné el edificio lo más rápido que pude. El hombre que me llevó allí al verme salir tan solo vociferó: «hey chamo, ¿y la carpeta?». Cruce una cuadra y encontré otro ciber sin necesidad de pasillos desolados y oraciones a santos.
Una vez que la tuve, regresé, y por suerte, encontré pocas personas en la fila. Al conversar con algunas, comprendí que no fui el único que salió por la carpeta, entonces, experimenté un alivio por mi descuido burocrático. Era normal, en la página web no decía nada.
Más allá de las taquillas, tres mujeres de la institución hablaban relajadamente, cuchicheaban algún acontecimiento, por lo que pude observar. El horario laboral poco les importaba. Ya establecidas en circulo en el centro del piso, no cesaban de conversar. El panorama contrastaba: 6 receptorías de documentos y apenas una abierta. Claro, 4 de esas receptorías lucían desvalidas, sin computadoras ni sillas. Y pensar en Farmatodo.
Cuando llegó mi turno, entregué los papeles con la convicción de que la carpeta marrón disculpaba cualquier defecto. Del otro lado, la mujer apenas notó mi presencia. De inmediato procedió a tocar esa sinfonía solemne de teclear secretarialmente. En una parecilla contigua vi pegadas dos fotos de Chávez. En una aparecía juvenil, un retrato quizá de su época de soldado, con mirada risueña, nada que entreviera liderazgo, revolución ni mucho menos, Miraflores. Un Chávez tan joven como cualquier otro y de aspecto soñador.  
La otra imagen, por el contrario, se trataba de una foto de él rodeado de sus militares y funcionarios una vez que regresaba a la presidencia luego del 11 de abril. Su rostro complacido, al igual que el de sus acompañantes, formaba un ensamble con la actitud regodeante que mantenía. Con detalle, se notaba también un cierto dejo de miedo o preocupación. Dos retratos antitéticos si se quiere, pero que apuntaban al culto a él: a Chávez. Y ahí desde la retaguardia vigilaban.
La ciudadanía tiene su sentido se supervivencia en estos casos. Antes las preguntas de quien me atendía, respondí con una carga doble de cortesía porque la mínima muestra de antipatía podía significar que una arruguita en algún papel fuese suficiente motivo de devolución.  
Una mujer, alta, de cabello amarillo, aspecto refinado y que lucía como la supervisora se acercó. Afectuosamente saludó a su compañera y se sentó a conversar. Lo primero que le dijo fue: «ves a aquel muchacho, ese es mi sobrino» Seguidamente, remató con un guiño. La sinfonía de teclado se detuvo, la otra viró hacía las sillas de espera, bajó los lentes y asintió.
Las dos continuaron conversando. Sus palabras trascendían la barrera de vidrio que nos separaba, por lo tanto pude escucharlas. «Yo no sé que voy a hacer, el colegio de los hijos lo aumentaron», expuso preocupada la de cabello plomizo. «Mucha gente va a ir a los colegios públicos» pronosticó un tanto desanimada la supervisora. «Si, esto es inaguantable». La otra comentó ciertos sucesos y justo con el último clic, quien me atendía solo sentenció, casi murmurando: «la cosa esta grave». Hubo un silencio, nada alentador. Allí al lado, Chávez miraba jubiloso, las compañeras conversaban animadas y el sobrino esperaba un beneficio.
Aquel había sido el primer paso, ahora me enfilaba a otra cola en la planta baja.  


©Jhoandry Suárez
Crédito de foto: gentecreativacfs.com

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