El simple ladrido de un perro

Ilustraciones: Walther Sorg.


Apenas María escucha el latido del perro, detiene el cepillado de sus dientes. Es de noche. El perro solo ladra cuando siente a algún extraño caminando en el patio de su casa, en Cubiro, un pueblo a 57 kilómetros al sur de Barquisimeto, en el estado Lara. El flúor se escurre por los labios gruesos y su mirada se detiene frente al espejo. Cada ladrido golpea su mente y hace que aparezcan los recuerdos lacerantes que la acompañan desde hace cuatro meses: las imágenes, todavía frescas, de la madrugada del lunes 4 de junio de 2018, cuando dos ladrones la dejaron sin aliento y sin voz.
Estaba en El Milagro, en Maracaibo, en la casa de su tío Ender, donde ella se hospedó mientras estudiaba comunicación social en la Universidad del Zulia. Ya graduada, a sus 24 años, había ido a pasar el fin de semana con el tío para terminar de recoger los libros y la ropa que había dejado allí. Se llevaría todo para marcharse definitivamente a Cubiro, donde vivía con mamá. A las 10:00 de la noche del domingo 3 de junio, el tío se durmió. María seguía despierta y, a la 1:00 de la mañana, después de bañarse, apagó el televisor y comenzó el rosario por el descanso de su abuela, quien había fallecido una semana atrás.
El sueño la venció en el tercer misterio hasta que, a las 4:00 de la mañana, la despertó el ruido de alguien intentando violentar la puerta. No habían pasado más de tres minutos cuando abrió los ojos y encontró a un extraño frente a ella, alguien que la tomó por el cabello y le dijo:
—Si no haces ruido, no te mato.
“Debe ser un amigo de mi tío, quien como es maestro tiene muchas amistades”, pensó muda y confundida. Pero la lamparita que había dejado encendida por descuido, le permitió ver que ese rostro moreno de rasgos wayuu no le era familiar. El hombre la obligó a levantarse agarrándola por el brazo. María permaneció en silencio, mientras los dedos gruesos la apretaban para que caminara, mirando hacia el suelo. “Debe ser un amigo de mi tío que no conozco”, se repitió una vez más en su mente.
Atravesaron el pasillo, la cocina y llegaron a otro cuarto. Entonces María se percató de que eran dos ladrones, uno moreno y otro rubio. Este último se había encargado de amarrar al tío Ender en la cama esa habitación, adonde también ataron a María. La escena es de una espesura negra rasgada por tres rayos de luz y respiraciones tensas, aunque ella parecía tranquila. “Esto debe ser mentira, esto no está pasando, nadie que robe puede hacerlo vistiendo crocs azules con medias y un mono”, concluyó cuando detalló al hombre que la sostenía y le preguntaba una y otra vez, con voz hosca:
—¿Dónde están el oro, los dólares, maldita?
El tío Ender, titubeando, evidentemente nervioso, logró responder:
—No hay nada, no hay nada.
Los hombres salieron del cuarto y toda la casa se quedó en silencio. Un silencio cercado por murmullos.
—Tío, están nerviosos; vamos a escapar, no deben estar armados, vamos a gritar —habló por fin María.
—¡Cállate, Mari, te van a escuchar! Sí andan armados, ya me apuntaron —le reclamó el tío, cuyo carácter vehemente parecía haberse esfumado.
Fue entonces cuando María sintió que se derrumbaba y comenzó a temblar.
Antes de salir de la habitación, uno de los atracadores soltó una sarta de improperios mientras le arrancaba a María los zarcillos que llevaba. Había confundido el dorado de la bisutería que llevaba puesta con oro. O, más bien, había anhelado que fuera oro. Ahora María rezaba para que no entraran de nuevo. Tratando de distraerse, calculaba mentalmente cada minuto que pasaba, cuando el horror regresó.
Con más impulsividad en la mirada y gestos más violentos, los ladrones insistieron:
—¿Dónde está el oro, los dólares? Dame el oro.
El maestro reiteraba que no tenía dólares ni oro, que ya antes lo habían robado, que no quedaba nada, que no tenía ni sus anillos de graduación.
Fue entonces cuando el ladrón rubio se plantó frente a María, le bajó el mono hasta las rodillas, y entornó sus ojos verdes.
—Dime dónde está el oro o te violo.
En ese instante la joven se convirtió en un susto mudo. Su resistencia hizo desistir al hombre, quien llevó sus manos a la blusa de María para subírsela. Los senos sin sostén quedaron a su merced. Los tocaba, pellizcaba, disfrutaba. María no reaccionaba. En medio del temor, logró recordar haber leído que, en medio de una violación, el agresor gozaba con la angustia de su víctima. Así que se contuvo.
El método le funcionó.
Los secuestradores salieron de nuevo de la habitación, esta vez con el teléfono de la rehén para llamar.
—Vamos a llamar a alguien que sabe dónde tienes el Rolex —dijo desde el umbral de la puerta el de tez oscura.
Mientras repicaba, se podía escuchar una salsa como tono de espera, cuya letra, en ese momento, era irónica. Voy a reír, voy a bailar, vivir mi vida… No contestaron. Insistieron. Voy a reír, voy a bailar, vivir mi vida… María seguía llevando el tiempo, segundo a segundo. Uno, dos, tres, quince. Había pasado una hora y media.
¿A quién llamaban? ¿Quién era el hombre que sabía de la existencia de un supuesto reloj Rolex?, se preguntaban para sus adentros María y su tío. Ambos pensaron en una sola persona: tenía que ser José. Joseíto, como lo llamaban por su baja estatura. Solo él podía conocer la casa al dedillo, solo él podía imaginarse que allí guardaban dinero y joyas. Era el plomero y electricista de confianza. Vivía cerca. Era el novio de una vecina. Tres meses antes, el 7 de marzo, el tubo del lavamanos se había dañado de nuevo y Ender lo buscó para que lo reparara. En dos horas el hombre wayuu llegó a la casa con su sentido del humor encendido. Bromeó con Ender mientras arreglaba la tubería. Tras haber visitado el lugar más de tres veces en lo que iba de año, sabía muy bien dónde estaba cada cosa en la casa.
Nadie atendió la llamada. Y comenzaron a entrar y salir de los cuartos desesperados, buscando y desordenando todo. La noche aún no terminaba de mostrar su dentellada más cruda.
A Ender lo intentaron ahorcar con un cable de internet para que dijera de una vez por todas dónde guardaba las prendas de valor. El hombre rubio volvió a manosear a María. Ella se mantuvo en silencio, mientras en su interior bullía un ataque de pánico que trataba de controlar. Frustrado por no encontrar nada, el ladrón con una navaja, luego con una tijera, le cortó el cabello.
Hebra por hebra, el pelo caía.
Los ladrones entendieron finalmente que no había oro. Nunca lo hubo. Tampoco dólares. Se conformaron con llevarse alimentos, ropa y un televisor. A María y a su tío los dejaron a su suerte en aquella habitación de 14 metros cuadrados. Luego de dos horas y media, los hombres se fueron. María terminó por fin de calcular el tiempo. Había sido capaz de cronometrar toda esa eternidad.
Aguardaron en silencio un rato, amarrados como los habían dejado. Se desataron. Aseguraron la puerta con un mueble. Y entonces gritaron, gritaron, gritaron. Gritaron hasta que quedaron afónicos. Pestañearon fuerte para “volver” a la realidad. La ansiedad terminó por expulsarlos afuera de la casa. Cuando salieron, los rayos de sol los abrazaron como a un extraño. Una vecina se les acercó y, cuando le contaron todo, María rompió el llanto congelado. Lágrimas recorrieron un rostro que envejeció en un segundo.
Una lágrima rezagada le recorre la mejilla otra vez, allí, frente al espejo de su casa en Cubiro. El perro no deja de ladrar ni ella de recordar. Antes de aquel robo no había sucedido ningún otro cerca de la residencia del tío Ender. El Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas fue a la casa y solo se limitó a recibir la denuncia. Ni siquiera le hicieron un examen forense a María.
Familiares y amigos le propusieron que diera gracias a Dios porque no la violaron. El argumento le desagradó: alguien había abusado de ella, había roto sus límites, había sido su dueño. El abuso le parecía tan aberrante como la violación, pero muy pocos lo vieron así.
—Debes estar agradecida, no te pasó nada —le insistían.
En la mente de María todavía resuenan muchas voces, muchas frases.
Después de aquel día, hablaba poco, apenas comía. Su cuerpo de baja estatura y tez blanca lucía demacrado. Le costaba mucho trabajo conciliar el sueño. Quería irse lejos, muy lejos, y le pidió a una amiga que vivía en Argentina que la recibiera. Su madre le insistió en que no lo hiciera, que se quedara para recibir terapia psicológica en Venezuela. Y fue a un psiquiatra, que le explicó que para tratar su psicosis tendría que recetarle sedantes.
Todavía tiene en planes irse a Buenos Aires. O a cualquier lugar. A un sitio donde el simple ladrido de un perro no la despierte trasladándola de nuevo al terror.

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