Adriana y sus 90 días de soledad

Publicado en el portal Papagayo News.
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Su país lo tiene atravesado en la mitad de la garganta.

Se siente culpable por no disfrutar de la piscina, el sol, la tranquilidad de ese sábado, 26 de agosto de 2017, en su nuevo hogar en Houston. Escucha música a todo volumen. Lee. Bebe. Fuma. Deja que el sol choque con su tez blanca. Intenta olvidar que no está en su apartamento en Maracaibo.

Emigrar lucía para Adriana Carrillo como la mejor oportunidad para ganar dinero y cambiar de ciudad; pero, en su lugar, descubrió que significaba pausar la vida, encender una melancolía por lo propio, sentir que estorbaba. Debajo del nudo en la garganta, insiste un grito que le exige regresar.

Su situación económica en Venezuela era estable, con un trabajo en un centro de atención psicológica que le permitía cubrir ciertos gastos y una soltería, a los 28 años, sin mayores responsabilidades.
Su familia, sin embargo, no lo veía así. Su madre fue quien más la presionó para que emigrara. Vendió ropa, aparatos y libros para marcharse tal como lo hicieron tres amigos más en el último año.
En Estados Unidos, se alojó en casa de su hermano, quien tenía tres años allí. Era una vivienda de tres cuartos, estrecha, con paredes marfil como el resto del vecindario: una escena ordenada, en calma. Perfecta.
En la primera semana, todo parecía digno del sueño americano. La oferta laboral no faltaba. En dos lugares ya había conseguido empleo. En uno, vendiendo donas; en otro, atendiendo la barra de un bar. Allí apareció el primer conflicto que le impidió aceptarlos. Era conformarse con decirle adiós a Skinner, Freud y Jung por sonreír horas y horas o lavar platos sin una buena remuneración.

Su inglés fue el primer elemento que dio señales de que no se sentía a gusto. De un momento a otro, el idioma se le volvió una mezcolanza de ruso con polaco y mandarín.
Sus labios gruesos pronunciaban sin fluidez ni coherencia. Sus oídos entendían mal, anhelando, quizás, un rastro de castellano. Poco a poco, ya no se quería comunicar en esa lengua extranjera. Estaba anulada y solo se preguntaba, por qué se sentía tan absurda y tímida. Los simulacros de respuestas llegaban con una lágrima.
Sus minutos durante 45 días fueron devorados por la nostalgia de su país, de la calidez de sus calles. Había viajado por semanas, incluso meses, a otros sitios como Italia, México, Punta Cana, Aruba; sin embargo, ahora comprendía la diferencia entre ser turista y ser emigrante: un abismo separado por la posibilidad segura de volver.

Otro día frente a la piscina, bebiendo, leyendo, insistiéndose por quincuagésima vez de forma infructuosa buscar trabajo, el nudo en la garganta terminó por desatarse. El grito no fue un grito, fue un impulso que saltaba. Ya no podía más, iba a regresar a Venezuela.

Las críticas familiares no escamparon. Su madre y su hermano se negaban a ayudarla para volver a un país arrinconado por una crisis, mientras que allí no les faltaba nada. La mayor punzada fue tildarla de débil por no soportar su melancolía.
Adriana nunca respondió, estaba clara que no era la gente, no era el lugar, no era el ambiente, era el país que había dejado atrás y seguía aferrado a su dedo anular.

Una vez de regreso, a mediados de septiembre del mismo año, a los pocos días perdió su trabajo y tuvo que sobrellevar durante semanas el desempleo, los reproches familiares siempre latentes al igual que su rabia por “haber fracasado”. Se sentía incómoda, incoherente, falsa por haber cambiado su hogar por otro y volver sin nada. En su cabeza lo que menos se asomaba era la posibilidad de que lo intentaría de nuevo.
La invitación de un amigo venezolano y residente de Buenos Aires le dio la luz verde para emigrar siete meses después de haber llegado de Estados Unidos. En su maleta no faltó el atrapasueños de madera, delicado, que le regaló su primer novio, un objeto que le recordaba la conexión entre la Tierra y el mundo ancestral. Un símbolo de su nuevo intento por conectarse con otra tierra y establecerse.

La recibió un apartamento pequeño, con paredes moradas y verdes que reflejaban lo psicodélico y bohemio de la “ciudad de la furia” de Cerati. Se inscribió en casi una decena de cursos gratuitos sobre psicología clínica y psicoanálisis. Allí se convenció de que todo era posible de nuevo.

El encanto duró una semana, igual que en Houston. Salió varias veces a buscar trabajo y encontró propuestas salariales modestas, suficientes para comenzar una vida. No obstante, el sentimiento de que no tenía identidad volvió a arrasar con su tranquilidad. Cambiaron los vientos de Buenos Aires. Las calles grises. El clima demasiado frío. La lluvia insoportable. La gente apresurada y distante.
En su cama día tras día naufragaron sus sollozos. Se esfumaron los planes de visitar la Universidad de Buenos Aires, las bibliotecas existentes a la redonda, las librerías, tiendas de antigüedades. Se reprochaba sus planes “ficticios”, nada realistas. Su único objetivo se redujo a responderse: “¿qué hago aquí?”
“He estudiado tanto, me he formado en tantas áreas, y vine a trabajar de mesera, no es humillante, pero es injusto conmigo misma, por todo lo que he invertido en mi crecimiento personal y profesional. Lo estoy lanzando por la borda cuando mi país necesita de mí”, concluyó una tarde, mientras se perdía en una ventana abierta que mostraba una arboleda cercana amenazada por un cielo plomizo.

La decisión de regresar se aceleró cuando supo que estaba embarazada del amigo que la recibió, un hombre de pocas palabras, de estatura mediana, color canela y lentes que le daban un aire intelectual. “Es mi hija y quiero que crezca a mi lado”, le interpeló una mañana Julián, con sus ojos llenos de decisión. La mujer conteniendo la furia consigo misma, con él, con los azares, zanjó la discusión de un plumazo: “No sos vos, no es este país, es lo que dejé atrás, no puedo olvidarlo. Aquí me siento nada, no soy nadie y no puedo continuar con eso”.
Transcurrieron 45 días en total cuando tomó el vuelo de regreso, con un tango de Gardel que de fondo le susurraba: “Y aunque no quise el regreso, siempre se vuelve al primer amor, la vieja calle donde el eco dijo, tuya es su vida, tuyo es su querer”.
La experiencia de volver fue igualmente dura. No era capaz de estar afuera, tampoco de estar nuevamente en Venezuela. Era vivir en dos aguas. Una disyuntiva que la mantuvo en vilo meses mientras esperaba a su bebé, hasta que resolvió que solo en su lugar de origen podía sentirse ella y utilizar como quisiera lo que había aprendido, aunque la crisis económica se agudizara.

En los dos países donde estuvo le pareció que nada era suyo, ni las decisiones. Se sintió extraña hasta consigo misma y nadie le contó que eso podía pasar cuando se emigraba.
La llegada de su hija Amalia la animó a convertirse en consejera de lactancia materna y doula, así como a trabajar de forma freelancer en su área profesional.
Ve remota la posibilidad de irse por tercera vez, está clara que emigrar va mucho más allá de un pasaporte y documentos apostillados, es sentirse la visita en casa ajena.

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