Toque de queda cotidiano

El
único sonido que invade la trayectoria de una calle es el del rugir de una moto,
que con su estrépito da el compás a corazones que se alteran y comienzan a
sufrir de arritmia. Nadie quiere siquiera escuchar aquel sonido, prefieren que
se quede silente la acera, alejada de vehículos de dos ruedas y acompañantes
malintencionados.
Poco
a poco los venezolanos pierden espacios, sienten que la noche cada vez más es
propiedad de los ladrones y corren a resguardarse temprano, cuando el sol
todavía despunta y se ven las caras. Después, es toda una temeridad andar en la
calle. Como si alguien forzara a toda una sociedad a entrar en su casa y no
salir de nuevo hasta la mañana siguiente. Como si decretaran un estado de
excepción. Como si al ponerse la luna, se perdieran garantías constitucionales,
entre ellas el derecho a vivir y al libre tránsito.
Esta
costumbre va implantándose y calando hasta la médula. Se vuelve un ritual
planificar celebraciones tempraneras, buscar con afán una cola para regresar,
establecer relaciones con taxistas de confianza, olvidarse que después de la 7
p.m. la vida sigue. En definitiva, al venezolano la noche se la expropiaron.
Las
estadísticas de los que ocurre en ella es una bofetada cruda que desmorona
cualquier intento de apología a disfrutar de un evento nocturno. La mente se va
tornando un espacio de cavilaciones para sobrevivir del hampa: plantea escenarios
y vías de escape. En el fondo todos comienzan a temerle de nuevo a la
oscuridad. Aquel primo tenía razón: en ella habita un monstruo.
Las
autoridades intentan un jaque mate que no llega. Sus entrañas también juegan
para el bando contrario, aunque les cueste reconocerlo, por eso la voluntad
palidece en momentos en que urge jugarlo todo. Nada más digno de recordar que a
un policía vigilando en la noche.
Es
así, entonces, como una población se auto condena a vivir exclusivamente de la
luz del día y a experimentar la paranoia de cualquier atisbo de inseguridad. Se
arma con cercas eléctricas, guardaespaldas, portones que encierran
urbanizaciones enteras, vidrios blindados, vidas blindadas.
Lo
peor de este problema es que muta y se extiende como las enfermedades, se
vuelve inmune a los rayos del sol y con más frecuencia busca la presa que anda
en la calle en la mañana, en el mediodía o en la tarde. Ya no le basta un
periodo de tiempo, quiere ampliar sus horarios de trabajo. Ya no le basta la
noche.
Tan
campante, la delincuencia se erige como el poder público más independiente del
país: no le rinde cuentas a nadie, mantiene su espacio de acción y se rige por
sus propias normas.
En
medio de todo ese panorama, la carretera expide de nuevo el calor diurno y
mientras lo hace es testigo fiel de los dos jóvenes que se acercan sigilosos a
uno que avanza apresurado. Un reflejo permite vislumbrar la pistola que se asoma.
El reloj marca las 8 p.m.
©Jhoandry Suárez
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